Producción de presencia
por Diego García
Según John Berger, la fotografía es incapaz de narrar. Siguiendo el hilo de las reflexiones sobre el estatuto de la imagen fotográfica que W. Benjamin o S. Kracauer iniciaron, sostiene que se diferencia de las imágenes evocadas por la memoria debido a su carencia de significado. En suma, las fotografías no narran nada por sí mismas y precisan de las palabras para adquirir sentido. Sin embargo, la imagen de la fotografía que observamos (foto 42) les ofrece —mirada con atención— ciertas pistas a las palabras. Es que, más que una imagen, podemos identificar en ella al menos dos. Y quizás, a partir de ellas, conjeturar una secuencia. Por un lado, lo que la fotografía registra: dos ventanas del lado oeste del edificio del colegio Alejandro Carbó (sobre la calle M. Moreno); por el otro, los reflejos que los vidrios de esas ventanas cerradas devuelven. La de la izquierda muestra parte del cielo despejado; la de la derecha, un fragmento de la nave transversal de la Iglesia María Auxiliadora, edificio construido por los salesianos junto con un establecimiento educativo, el Pío X, vecino al Carbó.
La conjunción iconográfica, decíamos, nos puede orientar. Una primera posibilidad es la de pensar esas imágenes presentes en la fotografía a partir de una relación de oposición, marcada por una división clara entre el “adentro” y el “afuera”. Una oposición formal que se tiñe de agresividad, más aún si recordamos el momento fundacional de la Escuela Normal Nacional en la ciudad de Córdoba, a fines del siglo XIX: la educación laica y pública del Estado liberal frente a la educación religiosa defendida por la Iglesia. Su fundación en 1884 —aprovechando para su funcionamiento, hasta que se le designase un edificio, espacios sin uso del Colegio Montserrat y, luego, de una casona en la calle Alvear— se enmarca en una serie de medidas de corte liberal que las gobernaciones de Miguel Juárez Celman, primero, y de Gregorio Gavier, después, venían implementando desde 1880 (secularización de los cementerios, creación del Registro Civil, etc.) con el apoyo negociado del presidente J. A. Roca y sus funcionarios.
La instalación de la Escuela Normal desató, junto a otros episodios, un conflicto abierto con la Iglesia. El obispo interino, Jerónimo Clara, condenó abiertamente, enarbolando la bandera de la resistencia católica, el carácter “anticatólico” de una escuela puramente laica en la que, colmo del escándalo, había sido nombrada como directora Francisca G. Armstrong, una joven maestra protestante de origen norteamericano que había venido a la Argentina por las gestiones de D. F. Sarmiento. El reparo escondía mal otro conflicto superpuesto, el que enfrentaba a la provincia con el Estado nacional. La condena explícita de Clara en sus pastorales —en las que convocaba a boicotear la escuela, exhortando a las familias cordobesas a no enviar a sus hijas a “una escuela protestante”— se difundió y replicó en otras provincias y provocó, en definitiva, la escalada del enfrentamiento que terminó con la interrupción de relaciones entre el Estado argentino y la Santa Sede durante 16 años.
El episodio aquí resumido —más allá de que ninguno de los dos edificios, ni el del colegio Alejandro Carbó ni el de la Iglesia María Auxiliadora, existía en aquel momento— parece reafirmar la claridad afilada de la oposición que la fotografía metafóricamente no hace más que reponer, como si se tratara de una invariante. ¿No podemos acaso reconocer, en otros momentos y por otros motivos, la misma hostilidad derivada de esa oposición?
Pero esa composición que la fotografía nos muestra puede señalar otras cosas. Más que la disputa entre dos modelos definidos con claridad que asumen valoraciones absolutas (normalismo laico y titulación, que acredita una formación adecuada y moderna, versus educación religiosa amateur, que aseguraba la transmisión de los valores tradicionales de la comunidad), el reflejo de la iglesia en la ventana del colegio puede indicar la presencia del afuera en el adentro; un resto religioso en el proyecto educativo y nacionalizador encarado por el Estado.
La monumentalidad del edificio (terminado entre 1907 y 1916) destaca la importancia de la escuela como “templo del saber”. La rivalidad con la Iglesia es comprensible frente a la disputa por un mismo mercado, el de la “formación de las almas”. Pero, en especial, se suponía que en la escuela normal no solo “se recibía un entrenamiento científico sino también moral” (Fiorucci y Southwell, 2019, p. 245). La docencia no se consideraba un empleo o una profesión, sino una vocación, en su sentido religioso: un “llamado” que implicaba un apostolado y una misión. No se separaba, de ese modo, el trabajo de la vida más allá de las aulas. La maestra debía ser ejemplo de conducta y tener un comportamiento intachable en público. En fin, el normalismo obtiene su fuerza (más allá de las variadas negociaciones que en la práctica efectiva se dieron entre el proyecto y los diversos contextos locales) de una profunda creencia sobre su función civilizadora y en la formación de la nacionalidad, entendida como una “religión cívica”. La hostilidad, en última instancia, se define antes por la cercanía —que el reflejo que muestra la fotografía no hace más que destacar— que por la distancia.
La fotografía 13 recorta parte de una habitación que adivinamos algo más amplia (aunque no demasiado) e igualmente abarrotada de cosas. En primer plano se apilan, en un equilibrio inestable, conjuntos de carpetas anudados con hilos para que no se pierda lo que contienen; carpetas de tapas blandas, de cartulina de colores apagados, indistintas e intercambiables, salvo por algún número que, sospechamos o confiamos (porque desconocemos el código), sirve para su identificación y organización. No vemos dónde terminan esas columnas de papel, pero sí que adelante hay algunas de menor altura y, a su lado, varias cajas de cartón ordenadas de forma más estable, y algunas carpetas bibliorato. Delante de las cajas, varios marcos amontonados y superpuestos nos dejan ver el fragmento de un retrato hundido entre las carpetas.
Todo refuerza el efecto de saturación y de falta de aire que transmite la imagen. No demoramos en reconocer casi de inmediato el archivo, descartando automáticamente el parecido formal con cualquier otro amontonamiento de objetos e incluso con un basural. ¿Estamos seguros de que es solo una analogía formal? La fotografía transmite lo que hace y constituye un archivo. Vemos cosas que ya no cumplen su función: cuadros en el piso, papeles amontonados que ya no es preciso consultar, cajas que contienen objetos que no necesitamos. La pérdida de una antigua utilidad es, en efecto y además de la forma, lo que acerca el archivo al basural; pero también los aproxima su potencial valor, como cuando un escultor busca entre los desechos abandonados los materiales que utilizará para su próxima obra. En fin, esas cosas fueron separadas (es decir, alguien las eligió en lugar de tirarlas) y dispuestas en un sentido distinto al original. Fueron repartidas de otro modo, ubicadas en otro lugar y, así, se convirtieron en algo diferente: un fragmento material del pasado. Por eso no podemos dejar de preguntarnos, atendiendo a la fotografía y a esa organización frágil y en peligro que exhibe: ¿qué voluntad animó esa decisión? ¿Qué creencia le da sentido? ¿Para qué sirven esas cosas ahí amontonadas? Por una parte, todo archivo transmite la promesa de que es posible recuperar el pasado perdido. ¿Qué pasado? Frente a la perplejidad del presente, soñamos con la seguridad del origen y la restitución de un mandato fundacional que haría posible recomponer el vínculo entre escuela y sociedad y, de ese modo, recuperar parte de la autoridad debilitada por el paso del tiempo. ¿Es posible esta restitución? ¿No constituye este sueño un mito tranquilizador? Y, además, ¿es esta la única forma de imaginar nuestro vínculo con el pasado?
Por otra parte, volviendo a la fotografía y posando detenidamente la mirada en lo que nos muestra, ¿no percibimos la enorme distancia entre la realidad del pasado y esos papeles? De repente nos parecen escasos, insuficientes, casi ridículos. No cambiaría la impresión si fueran más o si estuviesen mejor ordenados. Es que el archivo está compuesto por restos, por residuos; restos que, además, no hablan por sí solos —no restauran mágicamente el origen—, sino que precisan de preguntas atentas y pacientes para que dejen de ser testigos mudos. Así, de un modo que no puede ser más que fragmentario y parcial, imperfecto, aparece trabajosamente una historia. Una historia de la escuela que, antes que nada, se nos revelará más extraña que familiar. ¿Cómo hacían las cosas antes? ¿Cómo enfrentaban las dificultades? ¿Qué creencias los animaban? ¿Qué experiencias y qué expectativas tenían? Frente a estas preguntas, los papeles que ocupan el centro de la fotografía y constituyen el archivo —esa criptomemoria de la institución que reconocemos, aunque no sepamos qué tiene para decirnos— parecen señalar una vastedad que desmiente las dimensiones de la habitación que los contiene.
En las fotografías 18, 22 y 26, fechadas en los años 40, observamos, antes que nada, dos espacios definidos y separados al interior del espacio que la escuela funda: dos aulas. Pero dos aulas muy distintas entre sí. En un caso, el gabinete de Química (al gabinete de lectura le decimos habitualmente “biblioteca”) o laboratorio; es decir, el “lugar de trabajo”. Vemos una gran cantidad de muebles (mesas, vitrinas, lavaderos, estantes) y de objetos diversos: un pizarrón, decenas de frascos, toallas, tubos, una pizarra. En el otro caso (foto 22), observamos un aula “común” ocupada en su totalidad por los pupitres dispuestos en líneas paralelas (en el laboratorio no hay ni una silla) orientadas hacia el frente, donde, fuera de campo, está el pizarrón.
Ahora bien, esa disposición del espacio que vemos en las aulas supone estrategias diferentes de presentar la materia, o mejor: los materiales, los contenidos; en fin, mostrar el mundo. El laboratorio reúne a los alumnos en torno a las mesas de trabajo, como podemos observar en la clase de mineralogía que muestra la foto 26. Los materiales orientan las miradas y exigen atención, sea para describir lo que se observa y se manipula, como para no perder la secuencia de los pasos de un experimento. La tecnología que se encuentra en el laboratorio —más compleja que la que encontramos en un aula común— hace visible una realidad siempre presente pero invisible (el modelo de conocimiento es el microscopio). Una realidad que parece no tener fin y se muestra mucho más rica de lo que es a simple vista. El laboratorio difunde la cultura científica de la época. Sin embargo, antes que transmitir la forma en la que se construye el conocimiento en las ciencias naturales, busca verificar o confirmar los resultados que la teoría o los manuales muestran previamente, es decir, llegar a un resultado predeterminado, conocido de antemano, como si se tratara de cocinar siguiendo una receta. Ahora bien, la manipulación y observación de los materiales, el control de los pasos, la medición y el registro de los resultados transmiten una forma de conocimiento que se identifica con el reconocimiento de fenómenos que se repiten, que pueden ser reproducidos una y otra vez mediante los procedimientos adecuados y que, medidos y presentados en un lenguaje formal, pueden ser explicados y previstos. El conocimiento científico se orienta a descubrir las leyes invisibles pero activas del funcionamiento del mundo natural.
En la fotografía del aula tradicional (foto 22), encontramos otro tipo de tecnología, no tan elaborada como la del laboratorio, pero también organizada para atraer la mirada: las láminas. Ubicadas en el contorno del aula (en las paredes), pueden distraer a los alumnos que ocupan ordenadamente y en filas paralelas el espacio aúlico. La mirada está, inevitablemente, dirigida hacia el frente, al espacio donde se ubica el o la docente y se encuentra el pizarrón. Comparativamente, la relación entre el mundo y los alumnos parece menos directa, más mediada; sin embargo, las láminas funcionan como ventanas al exterior. Los ojos siguen siendo los órganos privilegiados, pero no es el acceso a un mundo invisible lo que se propone, sino a uno ausente. ¿Qué muestran las láminas? Paisajes y mapas de Grecia y Roma, pero no paisajes naturales, sino históricos: edificios (templos e iglesias), monumentos, plazas, esculturas, ruinas. Las láminas son representaciones que ocupan el lugar de eso que muestran, ofrecen la ilusión de hacer presente una ausencia.
El lenguaje que se utiliza en esas clases es el lenguaje común, impreciso (alejado de la exactitud del lenguaje matemático) y convencional, como el de los mapas. Los conceptos que se utilizan tienen más de un significado y no solo describen el mundo, sino que lo ordenan: pueblo, imperio, democracia, nación, religión, mitología, etcétera. Ofrecen la posibilidad de organizar un relato y contar una historia que destaca lo irrepetible, lo singular, aunque también permiten atisbar lo que parece no cambiar, lo invariante, la “naturaleza” de las cosas humanas. Las láminas aquí se complementan con la voz docente y con la lectura repetida de los manuales escolares. Dos aulas, distintos objetos y dos regímenes de transmisión del conocimiento. ¿Uno orientado hacia el pasado y otro describiendo el presente? No necesariamente. En todo caso, parecen ofrecer y mostrar lo que se encuentra afuera de la escuela (y de las aulas), pero no se percibe sin la puesta en escena hace posible la escuela: planos diversos de lo real.
La Escuela Normal Superior “Dr. Alejandro Carbó” funda, como toda escuela, un espacio separado de las múltiples demandas de la sociedad (familiares, productivas, religiosas, de consumo, etc.), un espacio que habilita otro tiempo dedicado a la enseñanza y al aprendizaje. En ese espacio, las hijas se transforman en alumnas y se ocupan del estudio, sin —se espera— otra preocupación. Si bien no es imprescindible, el edificio de la escuela cumple una función decisiva en esa separación que establece la distinción entre el adentro de la escuela y el afuera de la sociedad. En la foto aérea (foto 17) de principios de los 20, las imponentes dimensiones del edificio del Carbó que se destaca en la grilla del trazado urbano transmiten el protagonismo que se esperaba que tuvieran las escuelas normales. Vista al ras del suelo, la monumentalidad de la construcción impacta aún más, destacando la centralidad de la educación en el proyecto social y político de aquellos años.
La foto aérea también destaca la presencia de la Plaza Colón. Del mismo tamaño que el Carbó (una manzana), podemos observar su diseño y las manchas oscuras de los árboles y plantas del parque. Desde arriba parece conformar, con la escuela, una misma unidad compleja, hecha de dos partes simétricas pero diferentes enfrentadas. ¿Se extiende la escuela en la plaza o se interrumpe la plaza en los muros externos de la escuela? Más allá de la calle que interrumpe el contacto y de las ostensibles diferencias, la foto acentúa la semejanza de función: son dos espacios de reunión y de encuentro, dos espacios públicos construidos para los cruces no necesariamente previstos o esperados.
La relación entre el adentro y el afuera que distinguimos en el vínculo entre la plaza y la escuela llamó también nuestra atención en las demás fotografías: tanto en el reflejo imprevisto de las ventanas y en el interior silencioso y sin orden del archivo como en el modo en el que distintos planos del mundo y de lo real (lo invisible o lo ausente) se hacen presentes o visibles en las aulas. En cualquier caso, creemos que muestran que esa separación que funda la escuela es para tomar distancia y volver a observar las cosas de otro modo, con atención y detenimiento, en suspenso, sin la familiaridad a la que nos acostumbra la vida cotidiana o las exigencias que imponen las obligaciones sociales. Así, el afuera ingresa de otro modo y desafía deliberadamente las delimitaciones claras y geométricas o las oposiciones simples. Modos de presencia, claro, no siempre conscientes.
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Referencias
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Diego García es profesor de Historia (UNC) e historiador. Es coautor y responsable de contenidos del seminario El Cordobazo: ciudad, acontecimiento y fiesta, parte del ciclo de seminarios “Entre la Pedagogía y la Cultura”, del ISEP. Es profesor titular de la cátedra Historia del Libro y las Bibliotecas (FFyH-UNC) y de la cátedra Problemáticas de la Sociología Latinoamericana y Argentina (FCS-UNC). Se desempeña como docente en instituciones de nivel Secundario y en institutos de formación docente. También ha dictado diversos cursos y seminarios de grado y posgrado. Cuenta con numerosas publicaciones: fue coeditor del libro Culturas interiores. Córdoba en la geografía nacional e internacional de la cultura (2010) y autor de Un acontecimiento escurridizo. El Cordobazo: sentidos en disputa, publicado por el ISEP.